Detrás de
Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar
su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo
cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando
se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer
ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en
la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo
para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento
fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría
decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.
Nuestro
siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los
infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos
y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que
éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular
que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de
la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre
Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana,
pudo responder con verdad: El terror no es de Alemania, es del alma. Harto
más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta,
legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal
vez con Goethe). Algún verso inmemorable - Was it not Fate, that, on this July
midnight - honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad,
sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore. Aldous
Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa
sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, sin bien cabría objetar que
un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable
prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice
que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular,
procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo
The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel,
se derivan Mallarmé y Paul Valéry. Poe
se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos,
y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales,
son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del señor Valdemar,
Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia,
La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con
inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robada)
procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá
del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton.
Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y
el terror de Edgar Allan Poe. Espejo
de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y que no quieren ser voz
de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a
Valery, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales,
que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo,
pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas
incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon
Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color
blanco.
Shakespeare
ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el
alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto
creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará,
el otro es casi un sueño.
Inaugurada
por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar
a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado,
para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido
en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o
a Coleridge contra Inglaterra.
Por Jorge Luis Borges
Publicado en La Nación (Buenos Aires)
Domingo 2 de Octubre de 1949
Fuente: http://www.lamaquinadeltiempo.com
Genial. ¿Es todo Borges? Entiendo que es así. Como voy a discutir a Borges, al que admiro.
ResponderEliminarKensan, superentrada, superfragmento. ¿Cuántos artistas saltan sobre su realdad infasuta e inmediata a través del arte?
Sencillamente magistral.
Saludos.