Repentinamente me encuentro
caminando por un sendero rodeado de árboles, y aunque no conozco el paisaje me
siento extrañamente regocijado ante la visión de los pinos mecidos por la brisa
y un cielo primaveral apenas revestido de unas pocas nubes. En algún momento, y
sin tener consciencia del trayecto que he recorrido, llego a un bosque vasto y
silencioso. Penetro en él, impulsado por la curiosidad. Un anciano se encuentra
sentado frente a un tablero de ajedrez, junto a la sombra del nogal más grande
que he visto jamás. Sus manos se apoyan ligeramente en un bastón de madera. Me
acerco y tomo asiento en la silla que se encuentra vacía. Tiene el cabello
corto y blanco, y viste un pulcro traje negro. Del mismo color es la corbata,
que descansa sobre una camisa blanca. Me sonríe con una sonrisa amplia y
honesta.
Sin sorpresa, pues en los sueños
no hay sorpresa, me doy cuenta de que es Borges. El escritor de prodigios y
maravillas, el niño que jamás abandonó la biblioteca de su padre, el maestro
ciego. Y a pesar de que sus ojos no pueden ver tengo la seguridad de que me
observa.
Con un leve movimiento mueve un peón
blanco, invitándome a jugar con él.