Parado en el balcón de
su casa, Bruno observaba la lluvia que caía sobre la ciudad desde
hacía horas, sin dar signos de amainar. Ya era de noche. A lo lejos
alcanzaba a divisar un mar oscuro, enfurecido. Un viento huracanado
comenzaba a soplar cada vez con más fuerzas, azotando su cara, sus
cabellos, su vieja parca gris que usaba desde que estaba en el
colegio y que no pretendía cambiar por esas afeminadas gabardinas
tan de moda ahora entre los jóvenes de su edad.
Le agradaba sentir las
gotas de lluvia sobre su rostro. Le recordaba a esa infancia, no tan
lejana, cuando se paraba en la puerta de aquella misma casa y miraba,
con una curiosidad y atención solo posibles cuando uno es niño, las
pozas que se formaban en el patio. Le recordaba también al olor de
la harina mezclada con agua y zapallo, y a su mamá en la cocina,
advirtiéndole que no saliera o se resfriaría.