Era de noche y en el cielo apenas había un puñado de estrellas. El
muchacho, oscuro y alargado, caminaba presuroso a través de una solitaria calle
de un barrio residencial. Las casas, vagas siluetas a esa hora, parecían dormir
el mismo sueño profundo que sus ocupantes. No había una sola luz en las
ventanas, ni el más mínimo sonido en el aire, excepto, claro está, por las
pisadas del muchacho, cuyo eco se extendía y multiplicaba a su alrededor.
¿Había algo particular en el muchacho? Un observador común habría
respondido que no, pero alguien con una mirada más aguda habría reparado en sus
ojos de un intenso color musgo, en sus cabellos grises y su rostro pálido.
Habría advertido asimismo la inusual delgadez de sus miembros y la ligereza de
sus pasos, como si se tratara de un gato que ha mudado su forma a la de un
humano. Pero el muchacho no era un gato. Tampoco era un humano.