Era de noche y en el cielo apenas había un puñado de estrellas. El
muchacho, oscuro y alargado, caminaba presuroso a través de una solitaria calle
de un barrio residencial. Las casas, vagas siluetas a esa hora, parecían dormir
el mismo sueño profundo que sus ocupantes. No había una sola luz en las
ventanas, ni el más mínimo sonido en el aire, excepto, claro está, por las
pisadas del muchacho, cuyo eco se extendía y multiplicaba a su alrededor.
¿Había algo particular en el muchacho? Un observador común habría
respondido que no, pero alguien con una mirada más aguda habría reparado en sus
ojos de un intenso color musgo, en sus cabellos grises y su rostro pálido.
Habría advertido asimismo la inusual delgadez de sus miembros y la ligereza de
sus pasos, como si se tratara de un gato que ha mudado su forma a la de un
humano. Pero el muchacho no era un gato. Tampoco era un humano.
¿Quién era? ¿Qué hacía a esas horas? Nadie podría saberlo, excepto él
mismo. Lo cierto es que caminaba hacia algún lugar en particular. La noche
vuelve al mundo un lugar extraño, con sus silencios prolongados y aquellas
sombras que se esparcen sobre las cosas, convirtiéndolas en otras cosas,
espeluznantes a veces, retorciendo la realidad a su antojo. Aquel muchacho era
parte de ese extraño mundo de sombras. De hecho él era las sombras (o las
sombras eran él), por lo que éstas parecían volverse más profundas a su paso.
Llegado un momento, sin embargo, el muchacho se detuvo. Sobre una de
las casas, parada sobre su techo, había una niña, o la forma de una niña,
observándolo atentamente. Llevaba el cabello suelto y largo, pero lo más
curioso de todo es que tenía dos enormes astas sobre la cabeza, como un ciervo.
El muchacho entonces avanzó unos pasos hasta situarse justo bajo la niña. Ésta
descendió de un salto y lo saludó con una inclinación de cabeza. Llevaba puesto
un largo abrigo violeta que la cubría hasta las rodillas. El muchacho devolvió
el saludo de la misma forma.
Reanudaron su camino sin decir una sola palabra. Los ojos de la niña,
azules por cierto, parecían buscar algo en la oscuridad que les rodeaba. Al
doblar en una esquina, parado junto a un poste de luz, había un hombre de
mediana edad, vestido como si se hubiera arrancado de una obra de teatro
ambientada en el siglo XVIII. Miraba la hora constantemente en su reloj de
bolsillo, por lo que cuando el muchacho y la niña se acercaron a saludarlo, les
dijo con un marcado acento británico:
—¡Ya era tiempo de que llegaran!
Si el muchacho y la niña ya eran una pareja extraña, pues cuando el
hombre se sumó a ellos conformaron sin duda un grupo, por decirlo menos,
peculiar. Esta vez eran tres las formas que se movían a través de la noche. Por
fortuna no había nadie más despierto para reparar en ellos. Si alguien lo
hubiera hecho habría pensado que estaba teniendo uno de esos extraños sueños
que sobrevienen cuando se come demasiado durante la cena.
Continuaron su caminar hasta que frente a ellos se dibujó la forma de
una iglesia. Parado sobre la cruz, como si se tratara de un equilibrista, había
un anciano de barba gris. Iba vestido con un viejo abrigo negro. Antes de que
los otros terminaran de acercarse extendió unas alas enormes y voló a su
encuentro, como un gran halcón nocturno suspendido bajo el vasto cielo estrellado.
Aterrizó con un suave movimiento de sus alas. Era mucho más alto que
las tres figuras frente a él. El muchacho, la niña y el hombre lo saludaron con
muestras de gran respeto. El viejo les sonrió de vuelta.
—Los he estado esperando —les dijo con una voz antigua como la suma de
mil vidas humanas—. Esta noche todos duermen en calma, pero no saben que las
sombras esta vez han traído algo más que simple oscuridad.
Tres pares de ojos destellaron como toda respuesta. Entonces la forma
de cientos de siluetas comenzaron a dibujarse sobre los techos de las casas,
algunas parecían humanas, pero otras no.
—Es tiempo de retomar lo que nos corresponde —agregó el viejo, pero
esto último fue casi un susurro. Sus enormes alas volvieron a abrirse y
batiéndolas repetidamente se elevó hasta fundirse con los cielos. El muchacho,
la niña y el hombre ya no estaban allí. O, mejor dicho, estaban, pero esta vez
nadie habría podido verlos.
Excepto por un pequeño gato que los observaba desde una de las casas.
Era tan negro que se fundía con las sombras y aunque los humanos no lo sabían,
era mucho más valioso de lo que parecía a simple vista.
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