martes, 29 de julio de 2014

Cuento: Preludio (o las sombras que se esparcieron)


Era de noche y en el cielo apenas había un puñado de estrellas. El muchacho, oscuro y alargado, caminaba presuroso a través de una solitaria calle de un barrio residencial. Las casas, vagas siluetas a esa hora, parecían dormir el mismo sueño profundo que sus ocupantes. No había una sola luz en las ventanas, ni el más mínimo sonido en el aire, excepto, claro está, por las pisadas del muchacho, cuyo eco se extendía y multiplicaba a su alrededor.
¿Había algo particular en el muchacho? Un observador común habría respondido que no, pero alguien con una mirada más aguda habría reparado en sus ojos de un intenso color musgo, en sus cabellos grises y su rostro pálido. Habría advertido asimismo la inusual delgadez de sus miembros y la ligereza de sus pasos, como si se tratara de un gato que ha mudado su forma a la de un humano. Pero el muchacho no era un gato. Tampoco era un humano.


¿Quién era? ¿Qué hacía a esas horas? Nadie podría saberlo, excepto él mismo. Lo cierto es que caminaba hacia algún lugar en particular. La noche vuelve al mundo un lugar extraño, con sus silencios prolongados y aquellas sombras que se esparcen sobre las cosas, convirtiéndolas en otras cosas, espeluznantes a veces, retorciendo la realidad a su antojo. Aquel muchacho era parte de ese extraño mundo de sombras. De hecho él era las sombras (o las sombras eran él), por lo que éstas parecían volverse más profundas a su paso.
Llegado un momento, sin embargo, el muchacho se detuvo. Sobre una de las casas, parada sobre su techo, había una niña, o la forma de una niña, observándolo atentamente. Llevaba el cabello suelto y largo, pero lo más curioso de todo es que tenía dos enormes astas sobre la cabeza, como un ciervo. El muchacho entonces avanzó unos pasos hasta situarse justo bajo la niña. Ésta descendió de un salto y lo saludó con una inclinación de cabeza. Llevaba puesto un largo abrigo violeta que la cubría hasta las rodillas. El muchacho devolvió el saludo de la misma forma.
Reanudaron su camino sin decir una sola palabra. Los ojos de la niña, azules por cierto, parecían buscar algo en la oscuridad que les rodeaba. Al doblar en una esquina, parado junto a un poste de luz, había un hombre de mediana edad, vestido como si se hubiera arrancado de una obra de teatro ambientada en el siglo XVIII. Miraba la hora constantemente en su reloj de bolsillo, por lo que cuando el muchacho y la niña se acercaron a saludarlo, les dijo con un marcado acento británico:
—¡Ya era tiempo de que llegaran!
Si el muchacho y la niña ya eran una pareja extraña, pues cuando el hombre se sumó a ellos conformaron sin duda un grupo, por decirlo menos, peculiar. Esta vez eran tres las formas que se movían a través de la noche. Por fortuna no había nadie más despierto para reparar en ellos. Si alguien lo hubiera hecho habría pensado que estaba teniendo uno de esos extraños sueños que sobrevienen cuando se come demasiado durante la cena.
Continuaron su caminar hasta que frente a ellos se dibujó la forma de una iglesia. Parado sobre la cruz, como si se tratara de un equilibrista, había un anciano de barba gris. Iba vestido con un viejo abrigo negro. Antes de que los otros terminaran de acercarse extendió unas alas enormes y voló a su encuentro, como un gran halcón nocturno suspendido bajo el vasto cielo estrellado.
Aterrizó con un suave movimiento de sus alas. Era mucho más alto que las tres figuras frente a él. El muchacho, la niña y el hombre lo saludaron con muestras de gran respeto. El viejo les sonrió de vuelta.
—Los he estado esperando —les dijo con una voz antigua como la suma de mil vidas humanas—. Esta noche todos duermen en calma, pero no saben que las sombras esta vez han traído algo más que simple oscuridad.
Tres pares de ojos destellaron como toda respuesta. Entonces la forma de cientos de siluetas comenzaron a dibujarse sobre los techos de las casas, algunas parecían humanas, pero otras no.
—Es tiempo de retomar lo que nos corresponde —agregó el viejo, pero esto último fue casi un susurro. Sus enormes alas volvieron a abrirse y batiéndolas repetidamente se elevó hasta fundirse con los cielos. El muchacho, la niña y el hombre ya no estaban allí. O, mejor dicho, estaban, pero esta vez nadie habría podido verlos.
Excepto por un pequeño gato que los observaba desde una de las casas. Era tan negro que se fundía con las sombras y aunque los humanos no lo sabían, era mucho más valioso de lo que parecía a simple vista.


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