Isaías Monterros siempre
fue un viejo solitario e irritable. Vivía en una antigua casa de dos
pisos, toda derruida por los años de deterioro y abandono. Nunca
había parecido interesado en pintar la fachada o podar la maleza del
patio, de modo tal que esta había crecido a su antojo, otorgándole
al lugar un aspecto sombrío y ominoso. Los vecinos evitaban
compartir con él, extendiendo su recelo a los más pequeños,
quienes veían en el anciano a un ser repulsivo, protagonista de
rumores terribles.
Se comentaba que Isaías Monterros guardaba los cuerpos de su esposa e hijos en algún lugar de la casa, muertos largo tiempo atrás. Claro está que estas historias no tenían fundamento alguno, pero todos las creían como si fueran una verdad irrefutable. Lo cierto es que el propio anciano no se esforzaba por contradecir ninguno de estos rumores.
Pasaba todo el día encerrado en su casa. A veces se le veía parado frente a un sucio ventanal del segundo piso, con la mirada perdida en algún punto de la calle. Nadie sabía qué comía ni con que dinero lo hacía, pero el viejo estaba vivo y parecía gozar de buena salud a pesar de su avanzada edad. Su principal preocupación era una ulcera varicosa en la pantorrilla de la pierna derecha que lo obligaba a andar con un bastón en todo momento. Cada dos semanas visitaba el consultorio donde le limpiaban la herida, que emanaba un olor repulsivo a carne podrida, y le cambiaban la venda por una nueva. Era lo más lejos que estaba dispuesto a alejarse de su casa. Luego volvía a su encierro, donde solo el polvo, el silencio y las ratas lo aguardaban.
Se comentaba que Isaías Monterros guardaba los cuerpos de su esposa e hijos en algún lugar de la casa, muertos largo tiempo atrás. Claro está que estas historias no tenían fundamento alguno, pero todos las creían como si fueran una verdad irrefutable. Lo cierto es que el propio anciano no se esforzaba por contradecir ninguno de estos rumores.
Pasaba todo el día encerrado en su casa. A veces se le veía parado frente a un sucio ventanal del segundo piso, con la mirada perdida en algún punto de la calle. Nadie sabía qué comía ni con que dinero lo hacía, pero el viejo estaba vivo y parecía gozar de buena salud a pesar de su avanzada edad. Su principal preocupación era una ulcera varicosa en la pantorrilla de la pierna derecha que lo obligaba a andar con un bastón en todo momento. Cada dos semanas visitaba el consultorio donde le limpiaban la herida, que emanaba un olor repulsivo a carne podrida, y le cambiaban la venda por una nueva. Era lo más lejos que estaba dispuesto a alejarse de su casa. Luego volvía a su encierro, donde solo el polvo, el silencio y las ratas lo aguardaban.
Ese invierno había sido
más frío de lo habitual. Isaías Monterros se encontraba leyendo
una enmohecida biblia junto a la estufa. Una vela iluminaba la
habitación en la que se encontraba ya que hacía meses que no
contaba con suministro eléctrico por falta de pago. De la calle le
llegaba debilmente la luz de un poste. La soledad era algo a lo que
el anciano se había acostumbrado; desde joven había mostrado un
carácter introvertido y esto solo se había acentuado con los años.
No le interesaba compartir con la gente del vecindario. Aquella casa
era lo único que tenía y protegía aquel espacio de una forma que
rayaba lo enfermizo. Ahora su vida se limitaba a ver pasar los días
en espera de la muerte. Sus pensamientos volvían al pasado una y
otra vez y el futuro se había convertido en un oscuro abismo con
forma de sepulcro. El anciano reflexionaba sobre esto de una manera
totalmente desapegada, sabiendo que se trataba de un suceso
inevitable, y hasta esperado.
Sintiendo en el cuerpo el
cansancio del largo día, Isaías Monterros se puso de pie y comenzó
a revisar las puertas y ventanas como hacía todas las noches. Estaba
en eso cuando, mientras cerraba las cortinas, vio que algo se movía
en el patio. Sin pensar en las consecuencias de aquella acción salió
al exterior, esperando encontrarse con algún muchacho en busca de su
pelota o algún delincuente solitario, pero en lugar de eso se topó
con un repugnante perro, totalmente desprovisto de pelaje y con
heridas supurantes por todo el cuerpo. El animal era de un tamaño
considerable, aunque se veía flaco y enfermo. Tenía los ojos de un
color amarillo intenso y miraba al anciano de una forma desagradable,
casi salvaje. Este trató de espantarlo gritando y haciendo un gesto
brusco con sus manos, pero el extraño perro no pareció intimidarse.
—¡Fuera
de aquí, maldita bestia! —volvió
a gritar, deformando el arrugado rostro y blandiendo el bastón
amenazadoramente. El animal apenas se movió y cuando el viejo trató
de golpearlo se hizo a un lado y luego desapareció entre la maleza
que cubría el jardin. Isaías Monterros le gritó un par de cosas y
volvió ofuscado al interior de la casa. Al día siguiente se
encargaría de expulsarlo de su terreno.
Para
su sorpresa, en la mañana no encontró rastros del perro, aunque un
olor nauseabundo impregnaba el lugar. Recorrió todo el patio y
revisó la oxidada reja de fierro y el portón. No había forma de
que nadie pudiera ingresar al jardin, menos un animal de aquel
tamaño.
Un
poco más tranquilo, el viejo volvió a su rutina. Durante el día
escuchaba una emisora cristiana en una vieja radio a pilas. A veces
se sentaba durante horas en un destartalado y sucio sillón donde no
hacía nada más que farfullar palabras inentendibles, como si se
quejara contra alguien. La ulcera había empezado a molestarle más
que antes y el vendaje estaba empapado en sangre y pus. Aunque el
anciano no se deba cuenta, el olor de la herida era repugnante.
Tampoco se había percatado de que el resto de la pierna había
tomado un desagradable color amoratado.
Así
llegó la noche, y con ella volvió a aparecer el repulsivo perro. Se
había parado junto a la puerta con la lengua colgando fuera del
hocico, como si lo acosara el hambre. Isaías Monterros volvió a
intentar espantarlo pero todos sus intentos fueron en vano. Los ojos
y apariencia del animal le provocaban un profundo desasosiego de tal
manera que la rabia se fue convirtiendo en temor, y este temor lo
obligó a encerrarse en su cuarto, donde estuvo todo la noche con la
radio encendida y con el dolor quemándole la pierna. Del exterior le
llegaba la respiración jadeante de la bestia y hubo un momento en
que tuvo la seguridad de que esta había comenzado a arañar la
puerta, como si intentara entrar a la casa. El viejo fue incapaz de
conciliar el sueño.
Con
la llegada del amanecer volvió la calma. Isaías Monterros descubrió
que el animal había vuelto a desaparecer, como si la luz del día lo
espantara. Con la dificultad propia de un hombre de su edad, y en su
condición, volvió a revisar todo el perimetro de la casa sin
encontrar ninguna abertura o rendija por donde aquel perro pudiera
meterse. Esta vez, sin embargo, se dio el trabajo de salir a la calle
y recorrer los alrededores en busca del intruso que perturbaba su
tranquilidad. La gente del barrio lo observaba con recelo, viendo en
el anciano a un hombre perturbado y peligroso. Este, a su vez, los
ignoraba y maldecía entre dientes. Su rechazo por el resto de las
personas había llegado a tal extremo que apenas toleraba las miradas
de extraños. Pronto se vio obligado a volver a su hogar con las
manos vacías.
Esa
noche volvió a sentir los rasguños en la puerta y la pesada
respiración de aquel perro infernal. No se atrevió a dejar su
dormitorio. Una inesperada fiebre lo acosó hasta la madrugada,
poblando sus sueños de criaturas abominables y voces siniestras. La
herida de la pierna le dolía de un modo casi insoportable. El día
siguiente no fue capaz de levantarse y estuvo en un estado delirante
hasta bien entrada la tarde.
Cuando
recuperó la consciencia el lugar estaba dominado por una oscuridad
casi absoluta. Tenía la boca pastosa y parecía que la cabeza le iba
a reventar. Casi de inmediato una sensación de terror se apoderó de
él y cuando observó con mayor atención vio al perro junto a su
cama, lamiéndole con avidez la putrefacta herida en la pierna, como
si se tratara de un jugoso trozo de carne.
Dando
un grito de horror, Isaías Monterros se puso en pie como pudo y
salió a rastras hasta la calle, pidiendo ayuda y despertando a gran
parte del vencindario.
—¡Ayudenme!
—decía—. ¡Ese maldito animal es el demonio que me ha venido a
buscar! ¡Es el demonio!
Un
par de personas se acercaron con la intención de calmarlo, pero el
viejo se sacudía y gritaba desesperado.
—¡Sáquenlo
de mi casa! ¡Mátenlo!
Finalmente
fue necesaria la intervención de carabineros, quienes lo llevaron
hasta un hospital cercano donde lo sedaron y le revisaron la herida.
La infección se había extendido de tal modo que fue necesario
amputarle la pierna a la altura de la rodilla. También atribuyeron a
esto su particular comportamiento y las visiones de aquel perro
demoníaco.
Considerando
su nueva condición y el estado de abandono en que se encontraba,
Isaías Monterros fue enviado a una casa de reposo en la periferia de
Santiago. Pronto los vecinos se olvidaron del anciano y la casa pasó
a manos de un familiar lejano, quien la puso en venta.
Pero
en el asilo el viejo se siguió quejando de que un horrible perro
despellejado lo acosaba durante las noches, a pesar de que nadie vió
nunca ninguna señal de aquel animal. Decía que era el diablo que
había venido a buscarlo y que no se marcharía hasta que se llevara
su alma con él.
A
los pocos días Isaías Monterros fue encontrado muerto en la oscura
y fría habitación que compartía con otros residentes. Nunca se
pudo establecer una causa concreta de su muerte, pero hubo un par de
ancianos que dijeron haber oído una pesada respiración y el sonido
de algo que arañaba la puerta del dormitorio.
Lo
último que oyeron decir al viejo fue algo como esto:
—Que
el señor se apiade de mi espíritu. Él ya viene...
¡Buen cuento, Javier!
ResponderEliminarA pesar de que conocía la idea, siento que creaste una atmósfera muy potente en el relato, con uno que otro guiño a ciertos autores clásicos del género.
Eso sí, está lejos de estar perfecto, por lo que te dejo algunos puntos a mejorar, por así decirlo:
1. El título. No me gusta la idea de "Infierno" y mucho menos la palabra "perro"; una es muy específica (y su significado actual muy difuso) y la otra es demasiado común y general. De repente, podrías ponerle un título relacionado con el personaje principal.
2. Cuidado con la extensión del primer párrafo. Me parece demasiado largo, además de tener un corte natural en «Se comentaba...» (que podría iniciar un nuevo párrafo).
3. Revisa la puntuación. En especial en los últimos párrafos, está bastante errática.
4. Échale una leída exhaustiva a la ortografía. Se te pasaron algunas tildes y es "sedaron" (y no "cedaron"), por si acaso.
Finalmente, y en término generales, creo que el final podría mejorarse si se narrase la escena de la muerte del viejo, de manera de rematar con la misma frase pero hacerlo en medio de la acción, y como el racconto que es actualmente.
Saludos cordiales,
F.
Joé, magnífico relato de terror. Con aromas clásicos. El perro puede ser tantas cosas... La muerte, el pasado, los remordimientos. Quizá, además de ese simbolismo, lo que más me ha gustado ha sido el protagonista, que bien pudiéramos ser nosotros en un ratico. Solitario, aislado, perdido. Así viven muchos viejos. La casa, la última fortaleza donde resistir. El anciano la vigila como si fuera una madre.
ResponderEliminarUna gozada.
Saludos.
Interesante la idea, pese a varios detalles de ortografía y algunos de gramática. Me gusta otro tipo de finales, pero esos los escribo yo. Gracias por la historia.
ResponderEliminarBlood
Muchas gracias a todos por pasarse y dejar sus comentarios. Felipe, todos los puntos que señalas me serán de gran utilidad. El cuento no me terminaba de convencer, sobre todo el final, por eso decidí subirlo para recibir un poco de retroalimentación. Algunos detalles ortográficos simplemente se me pasaron, pero ya corregí los más graves ;)
ResponderEliminarSaludos.
Me parece que hay mucho detalle que no tiene que ver con el desenvolvimiento o desarrollo de la historia, el dato del entierro de la mujer e hijo podría tener mayor desarrollo y lo del perro, parece o me dio la impresión que más que llevárselo al infierno quería ayudarlo con sus saliva, eso tal vez podría ser más oscuro. Una vez cuando niño, en religión me parece, hablaron creo que de una parábola en que un perro con su saliva curaba la herida de un enfermo. La pierna se la cortarían igual, por lo que cuentas estaba muy infectada gangrena seguramente, el detalle de poner una vivienda a la venta tampoco es creíble, es más engorroso que cualquier cosa. Por último, su muerte me pareció algo natural, no veo elementos fantásticos, tal vez si el hombre hubiera muerto en su casa, bajo extrañas circunstancias, se justificarían una serie de detalles que mencionas en el relato.
ResponderEliminarAldo, como señalaba más arriba, este texto es un tan solo un primer borrador con muchos defectos, por lo que mi intención es recibir todos los comentarios posibles para mejorarlo en una futura revisión. En general estoy de acuerdo con lo que señalas, excepto por lo de la saliva, que es una interpretación personal en base a una experiencia muy particular de tu infancia. Como siempre, muchas gracias por tu sincero aporte.
ResponderEliminarSaludos.
Buen texto. El punto débil es, claramente, el final. Sin embargo, el desarrollo de la historia me gustó harto. Logra una atmósfera interesante y oscura. Se podría mejorar mucho más, claro, pero aún así me gustó lo que hay.
ResponderEliminarSaludos.
A mí también me dio la impresión de que algunos detalles mencionados al inicio irían a tener más relevancia a lo largo de la historia, como los rumores sobre el destino de la familia del protagonista.
ResponderEliminarNo sé si habrá sido por expectativas como lectora de tus textos (y como conocedora de algunas de tus influencias) o por el estilo de la narración misma -probablemente por ambos factores-, pero sentí que poco a poco el cuento se desplazó desde la insinuación de un hombre siniestro a un hombre abandonado sin más.
El personaje cobró humanidad, por así decirlo. Y ante el perro, es evidente que puede interpretarse como un símbolo de diversas cosas, como lo mencionaron en un comentario anterior. No sé si podría decir que se trata de algo realmente negativo o no, dado que aunque Isaías sufrió muchísimo en todo el proceso que medió entre que lo avistó por primera vez hasta el final, su muerte vino a ser prácticamente una liberación.
Y me agrada especialmente eso: que no hayan juicios de valor algunos en el narrador, porque nos deja a nosotros con la posibilidad de interpretar tanto la conducta del protagonista como el sentido del misterioso perro... Haciendo a un lado el explícito título, claro, que siento que le queda chico al texto, o bien, que lo reduce en su potencial.
Es bueno leerte otra vez :)
me dio miedo esta tontera
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