Aquella noche, Efraín Valbaler se dispuso a morir. A sus noventa años, la
vida se había convertido en una carga que ya no deseaba sostener más tiempo. Se
sentía cansado. Hacía mucho que la salud lo había abandonado. Sufría de
incontables achaques. Su vista ya no funcionaba bien, sus piernas apenas
aguantaban un par de pasos y los huesos le dolían la mayor parte del tiempo.
Impedido de leer, de caminar, de perderse una noche de lluvia en el amplio
valle ¿Qué sentido tenía su existencia?
Ahora, sentado frente al calor de
la chimenea, en una amplia habitación sumida en una agradable semi penumbra, recordaba
su pasado, que se desplegaba en su mente con asombrosa claridad. El olor a madera
quemada lo hacía sentirse sereno, pues le recordaba las largas jornadas al
descampado, con la única compañía de una fogata.
A su alrededor, una multitud de
objetos daban cuenta de la vida que había tenido aquel anciano, de gestos
lentos y refinados, pero había algo que destacaba sobre todo lo demás: libros y
más libros. El cabello, blanco y marchito por los años, sumado a las profundas
arrugas en el rostro, le daban un cierto aire de sabiduría, de profunda sapiencia,
incubada luego de largos años dedicados al cultivo de la mente. Si. Efraín
Valbaler era un erudito. Un hombre que había consagrado gran parte de su vida,
incluyendo los años de juventud, al estudio de la filosofía y otras áreas del
saber humano. Sin embargo, durante el último tiempo, su mente, quizás ya
cansada de la fría intelectualidad, y todo lo que esta conlleva, se había
dirigido a dominios alejados de sus anteriores intereses. Ahora, aún hoy, en
las vísperas de su propia muerte, Efraín Valbaler, el respetado académico,
indagaba en las leyendas y mitologías sobre las criaturas fantásticas: hadas,
duendes, elfos, gnomos. Había revisado casi toda la bibliografía existente.
Asimismo, había viajado a las regiones más alejadas de la civilización humana,
sin encontrar mayores respuestas. Toda su curiosidad provenía de un hecho tan
simple como maravilloso: a los diez años, el ahora anciano Efraín, había sido
testigo, una tarde, caminando a través de un amplio bosque, de como dos hadas
danzaban entremedio de las flores silvestres, con tanta gracia y belleza que el
muchacho había quedado maravillado. Posteriormente, los duros años de estudio,
tanto en la escuela como en la universidad, lo habían hecho olvidar aquel
episodio, pero ahora aquel recuerdo había vuelto a su memoria, convirtiéndose en
una cuasi obsesión. La última de una vida ya demasiado larga.
El anciano estiró una mano,
huesuda y llena de manchas, y tomó un vaso a medio llenar con un líquido indefinido,
más aquel líquido ocultaba en su esencia el secreto de la muerte. Efraín
Valbaler bebió con tranquilidad, como si se tratará de un trago cualquiera, y
esperó.
En medio de aquella extraña paz
que antecede al fin de la existencia, Efraín Valbaler escuchaba la magistral
obra de Tchaikovski. Si había un gusto que un hombre moribundo debía permitirse,
ese era la música, solía decir. En aquel momento comenzó a sonar Dance Of The Sugar Plum Fairy. Y he aquí
que, de repente, como si de un arcano hechizo de tratara, una pequeña hada
apareció frente a los ojos del anciano, bailando despreocupada al ritmo de la
melodía del compositor ruso. La criatura, dueña de una gracia y belleza imposible
de ser igualada por ningún arte humano, se movía con naturalidad, volando y
moviendo su delicada figura. Efraín Valbaler sonreía, maravillado, extasiado de
felicidad. Tras aquella desgastada mascara forjada por Chronos, el señor del tiempo,
un niño de diez años observaba algo que había tardado ocho décadas en volver a
él.
Y mientras el hada danzaba, sentado
en la oscuridad, un niño vestido con la piel de un viejo, sonreía.
A la mañana siguiente, la criada
golpeó la puerta tres veces. Al ver que nadie respondía, entró en la habitación,
encontrándose con que su señor, Efraín Valbaler, yacía sin vida, con la cabeza
inclinada sobre el pecho. Parecía dormir, pero era un sueño profundo, del que
nunca retornaría.
En su mano derecha dormitaba una
polilla que, al percibir la presencia de la mujer, comenzó a volar
desordenadamente por el cuarto.
Pronto encontró una ventana, por
la cual escapó, alejándose veloz, hasta perderse en el horizonte.
Tras de si, en aquella vieja
casona, solo quedó el cuerpo marchito de
un anciano, y sus libros.
Como regalo, les dejo la magistral composición que me acompañó durante la escritura de este cuento:
Y así, al final, el viejo recordó lo que era importante para él. Lo que todos olvidamos, enfrascados en el día a día, ¿no?
ResponderEliminarGenial la ambientación y cómo describes el viejo, indirectamente, dejado algún detalle aquí y allá.
Cómo es esto de "de perderse una noche de lluvia en el amplio valle". Eso debe ser el éxatsis.
Fértil 2012.
La única razón por la que seguimos viviendo es para ver de nuevo el hada que descubrimos en nuestra infancia.
ResponderEliminarExcelente forma de terminar el año... Me encantó el cuento :')
Qué curioso. Me recordó mucho- mucho-, a un poema que escribó hace un par de días y que le mandé a la Paula.
ResponderEliminarA estas alturas no dudo tu maestría en el arte del cuento breve.
Mis saludos Y reverencias,
E.
¡Me encantó! Es un muy buen cuento, con tu ritmo característico y una notable conclusión.
ResponderEliminar"[...] un niño de diez años observaba algo que había tardado ocho décadas en volver a él.
Y mientras el hada danzaba, sentado en la oscuridad, un niño vestido con la piel de un viejo, sonreía."
El vínculo entre los primeros y los últimos años, la forma en que la niñez marca el resto de nuestras vidas.
Como bien dijo Alejandra, una excelente forma de terminar el año. Un abrazo,
Felipe.
¡Gran, gran cuento, Javier!
ResponderEliminarMás que experimental, me parece un texto muy potente. Por supuesto, está el tema de la edición, pero me parece una muy buena versión, llena de un aire casi Borgiano, si se me permite la comparación.
Saludos cordiales,
F.
Gracias, amigos. Agradezco sus comentarios y prometo seguir mejorando en esto, obviamente, bajo el alero de los grandes maestros.
ResponderEliminarUn abrazo y ¡Feliz 2012!
Buen cuento. Es de cierta forma esperanzador. Ojalá que este nuevo año sea mucho más fructífero para ti, Javier!
ResponderEliminarSaludos!
Gracias, Damián. También espero leer mucho más de ti este año ;)
ResponderEliminarQué bonito ese reencuentro al final del camino con la inocencia e imaginación de la temprana juventud. :D
ResponderEliminarUn texto melancólico. Me gusta la pluma del autor. Me sorprende encontrar textos de calidad en la blogosfera.
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