Repentinamente me encuentro
caminando por un sendero rodeado de árboles, y aunque no conozco el paisaje me
siento extrañamente regocijado ante la visión de los pinos mecidos por la brisa
y un cielo primaveral apenas revestido de unas pocas nubes. En algún momento, y
sin tener consciencia del trayecto que he recorrido, llego a un bosque vasto y
silencioso. Penetro en él, impulsado por la curiosidad. Un anciano se encuentra
sentado frente a un tablero de ajedrez, junto a la sombra del nogal más grande
que he visto jamás. Sus manos se apoyan ligeramente en un bastón de madera. Me
acerco y tomo asiento en la silla que se encuentra vacía. Tiene el cabello
corto y blanco, y viste un pulcro traje negro. Del mismo color es la corbata,
que descansa sobre una camisa blanca. Me sonríe con una sonrisa amplia y
honesta.
Sin sorpresa, pues en los sueños
no hay sorpresa, me doy cuenta de que es Borges. El escritor de prodigios y
maravillas, el niño que jamás abandonó la biblioteca de su padre, el maestro
ciego. Y a pesar de que sus ojos no pueden ver tengo la seguridad de que me
observa.
—¿Eres Borges? —le pregunto, a
pesar de que conozco la respuesta.
—Soy Borges —me responde con la
misma voz que he escuchado tantas veces en entrevistas y conferencias buscadas
en internet. Luego agrega— En tu sueño no soy más que el fantasma de un viejo
muerto hace veintiocho años. Luego me convertirás en un cuento, algo que
curiosamente solía hacer yo en mis propios cuentos.
Sonrío avergonzado. Como para
hacer algo muevo un peón negro. La jugada es torpe y poco reflexiva. Recuerdo a
mi profesor de filosofía en el colegio, quien me enseñó a jugar ajedrez, y sus
constantes consejos respecto a la importancia del primer movimiento.
Lamentablemente no fui el mejor alumno que pudo haber tenido. Ambas piezas
quedan la una frente a la otra, en un perfecto equilibrio de fuerzas.
Levanto la vista y observo a
Borges. Se ve más viejo y delgado comparado con las fotos y videos que existen
de él, y, sin embargo, irradia una vitalidad que yo no poseo. Pienso en decir
algo, cualquier cosa, pero temo no estar a la altura, parecer demasiado simple,
demasiado vano. Entonces pregunto:
—¿Este sueño es real? ¿En verdad
converso con Borges en un bosque mientras jugamos una partida de ajedrez?
—Ambos somos reales —me dice—,
aunque quizás este no es tu sueño sino el mío. Soy yo, Borges, quien sueña con
un joven escritor que a su vez me sueña a mí en un futuro donde ya he muerto.
—No soy escritor. No aún —lo
corrijo.
—Dije lo mismo muchas veces y ya ves
lo que pasó —me responde sonriendo con esa entonación que me es tan familiar.
—Pero tú eres Borges. Yo soy
nadie.
—¿Y quién es Borges? La gente
debería olvidar a Borges.
Lo escucho y sé que no habla con
esa falsa modestia que abunda en muchos otros escritores. Pero no puedo aceptar
que el mundo olvide a Borges y su amor por los libros, los laberintos y los
espejos que reflejan la eternidad. Yo no quiero olvidar a Borges.
—He pretendido ser un escritor
—reflexiono en voz alta—, pero hasta ahora no he sido más que un novato que se
ha dedicado a imitar la voz de otros.
—No hay escritor que no lo haga.
Yo mismo traté de imitar patéticamente a mis propios maestros.
—Quizás, pero he llegado a la
conclusión de que nadie necesita leerme. El mundo no necesita de mis cuentos ni
de mis novelas. Soy yo quien las necesita. Soy yo quien necesita de la atención
del mundo.
En ese momento un pájaro canta
oculto entre las ramas del nogal. Borges, sin responder, vuelve a mover una
pieza, un caballo, pero esta vez, para mi sorpresa, el juego se encuentra cerca
del final. Apenas me quedan tres peones, un alfil, dos torres, la reina y el
rey. A él, por el contrario, le quedan la mayoría de las piezas.
—Mientras más he pretendido
merecer la aprobación de otros —agrego—, más solo me he terminado
sintiendo.
—Ser un escritor es una forma de
soledad —me dice entonces, pero no con esa pedantería de quien pretende poseer
una verdad, sino que con la naturalidad de alguien que ha descubierto la suya
propia.
Me gustaría decirle que me siento
decepcionado, que veo demasiados cuervos revoloteando en torno a una literatura
agonizante, convertida en un trofeo para colgar en la pared. Yo no quiero ser
otro de aquellos cuervos. Sin embargo, prefiero guardarme mis reflexiones y
observo el tablero. Comprendo que no hay forma de ganar y boto mi rey. Borges
sonríe y dice:
—Yo creo que habría que inventar
un juego en el que nadie ganara.
Antes de que pueda responder el
paisaje cambia. Borges, el bosque y el tablero han desaparecido. Ahora me
encuentro en un cementerio. No necesito de mucho tiempo para darme cuenta de
que es Plain Palais y que la sepultura que se ubica frente a mi es la de
Borges.
Me acerco y leo la inscripción:
And en forhtedon na.
Y que no temieran, murmuro.
Sobre la sepultura se encuentra
un libro. Lo tomo y veo que en su portada tan solo aparece un nombre: el mío.
Entonces despierto.
Hola a todos aquí,
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