jueves, 9 de octubre de 2014

Cuento: Un sueño en Ginebra


Repentinamente me encuentro caminando por un sendero rodeado de árboles, y aunque no conozco el paisaje me siento extrañamente regocijado ante la visión de los pinos mecidos por la brisa y un cielo primaveral apenas revestido de unas pocas nubes. En algún momento, y sin tener consciencia del trayecto que he recorrido, llego a un bosque vasto y silencioso. Penetro en él, impulsado por la curiosidad. Un anciano se encuentra sentado frente a un tablero de ajedrez, junto a la sombra del nogal más grande que he visto jamás. Sus manos se apoyan ligeramente en un bastón de madera. Me acerco y tomo asiento en la silla que se encuentra vacía. Tiene el cabello corto y blanco, y viste un pulcro traje negro. Del mismo color es la corbata, que descansa sobre una camisa blanca. Me sonríe con una sonrisa amplia y honesta.
Sin sorpresa, pues en los sueños no hay sorpresa, me doy cuenta de que es Borges. El escritor de prodigios y maravillas, el niño que jamás abandonó la biblioteca de su padre, el maestro ciego. Y a pesar de que sus ojos no pueden ver tengo la seguridad de que me observa.
Con un leve movimiento mueve un peón blanco, invitándome a jugar con él.
—¿Eres Borges? —le pregunto, a pesar de que conozco la respuesta.
—Soy Borges —me responde con la misma voz que he escuchado tantas veces en entrevistas y conferencias buscadas en internet. Luego agrega— En tu sueño no soy más que el fantasma de un viejo muerto hace veintiocho años. Luego me convertirás en un cuento, algo que curiosamente solía hacer yo en mis propios cuentos.
Sonrío avergonzado. Como para hacer algo muevo un peón negro. La jugada es torpe y poco reflexiva. Recuerdo a mi profesor de filosofía en el colegio, quien me enseñó a jugar ajedrez, y sus constantes consejos respecto a la importancia del primer movimiento. Lamentablemente no fui el mejor alumno que pudo haber tenido. Ambas piezas quedan la una frente a la otra, en un perfecto equilibrio de fuerzas.
Levanto la vista y observo a Borges. Se ve más viejo y delgado comparado con las fotos y videos que existen de él, y, sin embargo, irradia una vitalidad que yo no poseo. Pienso en decir algo, cualquier cosa, pero temo no estar a la altura, parecer demasiado simple, demasiado vano. Entonces pregunto:
—¿Este sueño es real? ¿En verdad converso con Borges en un bosque mientras jugamos una partida de ajedrez?
—Ambos somos reales —me dice—, aunque quizás este no es tu sueño sino el mío. Soy yo, Borges, quien sueña con un joven escritor que a su vez me sueña a mí en un futuro donde ya he muerto.
—No soy escritor. No aún —lo corrijo.
—Dije lo mismo muchas veces y ya ves lo que pasó —me responde sonriendo con esa entonación que me es tan familiar.
—Pero tú eres Borges. Yo soy nadie.
—¿Y quién es Borges? La gente debería olvidar a Borges.
Lo escucho y sé que no habla con esa falsa modestia que abunda en muchos otros escritores. Pero no puedo aceptar que el mundo olvide a Borges y su amor por los libros, los laberintos y los espejos que reflejan la eternidad. Yo no quiero olvidar a Borges.
—He pretendido ser un escritor —reflexiono en voz alta—, pero hasta ahora no he sido más que un novato que se ha dedicado a imitar la voz de otros.
—No hay escritor que no lo haga. Yo mismo traté de imitar patéticamente a mis propios maestros.
—Quizás, pero he llegado a la conclusión de que nadie necesita leerme. El mundo no necesita de mis cuentos ni de mis novelas. Soy yo quien las necesita. Soy yo quien necesita de la atención del mundo.
En ese momento un pájaro canta oculto entre las ramas del nogal. Borges, sin responder, vuelve a mover una pieza, un caballo, pero esta vez, para mi sorpresa, el juego se encuentra cerca del final. Apenas me quedan tres peones, un alfil, dos torres, la reina y el rey. A él, por el contrario, le quedan la mayoría de las piezas.
—Mientras más he pretendido merecer la aprobación de otros —agrego—, más solo me he terminado sintiendo. 
—Ser un escritor es una forma de soledad —me dice entonces, pero no con esa pedantería de quien pretende poseer una verdad, sino que con la naturalidad de alguien que ha descubierto la suya propia.
Me gustaría decirle que me siento decepcionado, que veo demasiados cuervos revoloteando en torno a una literatura agonizante, convertida en un trofeo para colgar en la pared. Yo no quiero ser otro de aquellos cuervos. Sin embargo, prefiero guardarme mis reflexiones y observo el tablero. Comprendo que no hay forma de ganar y boto mi rey. Borges sonríe y dice:
—Yo creo que habría que inventar un juego en el que nadie ganara.
Antes de que pueda responder el paisaje cambia. Borges, el bosque y el tablero han desaparecido. Ahora me encuentro en un cementerio. No necesito de mucho tiempo para darme cuenta de que es Plain Palais y que la sepultura que se ubica frente a mi es la de Borges.
Me acerco y leo la inscripción: And en forhtedon na.
Y que no temieran, murmuro.
Sobre la sepultura se encuentra un libro. Lo tomo y veo que en su portada tan solo aparece un nombre: el mío.
Entonces despierto.

1 comentario:

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