Cerró los ojos, esperando que su
silueta se hubiera desvanecido, pero cuando volvió a mirar él seguía ahí, en medio de las sombras de su
dormitorio; en un rincón junto a la pared. La noche era oscura. Incluso la luna
parecía haberse escondido, contagiada de sus temores.
Era idéntico a si mismo, excepto
por sus ojos: ojos negros como un abismo; un pozo sin fondo donde se veía
reflejado. Trató de llamar a sus padres pero con horror se dio cuenta de que no
era capaz. El miedo se aferraba a su garganta, desgarrando su voz en un hilo
colmado de angustia.
Volvió a cerrar los ojos pero
esta vez no los abrió. Se dejó embriagar por aquella falsa oscuridad, pobre
remedo de la otra, la real, que se
apretujaba a su alrededor como los contornos de cientos de fantasmas,
envidiosos de su vitalidad, de su calor.