domingo, 11 de mayo de 2014

Cuento: A través del Cristal


Comparto con ustedes una versión editada de mi cuento El Hechicero Errante, publicado originalmente en Fantasía Austral. Básicamente eliminé los excesos en la prosa y las descripciones que, más que aportar a la historia, distraían. También decidí cambiar el título del relato ya que la palabra Hechicero podía generar falsas expectativas en cuanto al contenido de la narración. Como bien saben, tengo pensado publicar una compilación con algunos de mis cuentos y es muy probable que este texto esté incluido en la misma, así que cualquier comentario será bienvenido. Espero disfruten con la lectura. 
Saludos. 

Eoin había perdido la cuenta de los días y noches que llevaba caminando en aquel bosque interminable, pero cuando contempló a la distancia la fantasmagórica luz que flotaba entre los árboles supo que su búsqueda estaba a punto de terminar.
La lluvia no había amainado durante las últimas dos jornadas y ahora sus ropas estaban empapadas. Se sentía débil y hambriento, pero ya no tenía nada para comer. Solo había una razón por la que aún se mantenía en pie. La razón que lo había hecho abandonar su hogar y emprender aquel desesperado viaje.
Éire.
De pronto, un relámpago iluminó brevemente los alrededores, revelando la forma de una cabaña entre los árboles de troncos torcidos y hojas tan negras como las alas de un cuervo.
Con pasos silenciosos se encaminó hacia la solitaria construcción, aunque el clamor de la tormenta no dejaba espacio para ningún otro sonido. La lluvia recrudeció, golpeándole la cara y dificultando su avanzar, como si una magia arcana buscara impedir que lograra su propósito, pero la voluntad de Eoin aún era firme.
De improviso la puerta se abrió y la figura de un anciano se dibujó en el luminoso umbral. Tenía cejas espesas, una barba muy larga y gris, y sus ropas eran de un color pardo.
Junto a él apareció un mastín de pelaje oscuro. El animal pareció percibir la presencia de Eoin, pues un ladrido ronco emanó de sus fauces babeantes, aunque el viejo no lo tomó en cuenta. Acompañado del macizo perro, y cubierto por una gruesa capa de viaje, apagó toda luz, abandonó su cabaña y se internó en la penumbra, como si urgentes asuntos clamaran su atención.
Eoin no hizo nada, excepto vigilarlo desde las sombras. Sus ojos brillaban en medio de la oscuridad —siempre lo hacían—, pero el anciano no miró hacia donde él se encontraba y su mastín parecía distraído por los sonidos de la tormenta.
Cuando estuvo seguro de que el anciano no volvería, al menos no en un corto plazo, Eoin emergió con cautela de su escondite y buscó alguna manera de entrar en la cabaña.
Lo primero que intentó fue forzar la puerta, pero ésta parecía estar asegurada de tal manera que le resultó imposible abrirla. Entonces dirigió sus esfuerzos a buscar alguna abertura o rendija lo suficientemente grande para alguien de su tamaño. En eso estaba cuando un sonido apagado pero constante, como el de un torcecuello al golpear la madera, llegó a sus oídos. Era el postigo de una ventana, suelto a causa de los violentos ventarrones que fustigaban la cabaña.
Con un poco de esfuerzo, logró trepar y colarse hasta el interior. Lo recibió una oscuridad plagada de amenazas invisibles, por lo que por un momento se quedó quieto y en silencio. Los sonidos de la tormenta se habían amortiguado un poco, aunque los vientos no cesaban su violenta danza.
Eoin trató de ver algo más allá de las sombras que parecían impedirle el paso.
 —Éire —dijo en un susurro.
 No hubo respuesta. Entonces comenzó a avanzar y he aquí que algo inesperado sucedió: el fuego de la chimenea, que hasta ese momento se había mantenido oculta a sus ojos, se encendió, iluminando gran parte del cuarto en el que se encontraba. ¿Sus pasos habían provocado aquella reacción?
Pudo ver entonces que el lugar estaba sucio y que los muebles parecían estar distribuidos sin aparente orden. Una alfombra de color indeterminado cubría parte del piso, manchado con huellas de barro y otras basuras. Le bastó una rápida mirada para darse cuenta de que ahí no estaba lo que buscaba. Al fondo de la habitación, sin embargo, había otra puerta, y hacia allá se dirigió.
Ésta no estaba cerrada y cedió apenas con un crujido. Eoin vaciló por un instante, pues el cuarto olía a descomposición y muerte, pero finalmente decidió continuar; ya había llegado demasiado lejos.
En ese momento los cimientos de la cabaña volvieron a crujir ante la embestida de la tormenta. Los postigos que cubrían una de las ventanas se desprendieron con violencia ante la furia de los vientos y la lluvia. Entonces la luz de un relámpago volvió a brindar su luz, revelando un horror en la habitación para el que Eoin no estaba preparado.
A su alrededor se erguían varios anaqueles y alacenas colmados de frascos, y al interior de estos yacían, flotando en un liquido amarillento, los cuerpos sin vida de pequeños gnomos, hadas y otras criaturas de los reinos escondidos. ¡Eran cientos! Sus figuras se veían grotescas y deformes, despojadas de la magia que alguna vez había habitado en ellos.
Arrimado a una pared había un mesón, sobre el cual había otros cuerpos, pero estos estaban abiertos, como si alguien hubiera estado hurgando en ellos.
 —¡Éire! —gritó Eoin, y en esta ocasión su voz estaba quebrada por el dolor.
 Su perturbación fue tal que no le permitió darse cuenta de que el anciano había regresado de su paseo y lo observaba desde la puerta.
Entonces pronunció una única palabra que cayó como una pesada piedra sobre Eoin. Éste se desplomó inmóvil sobre el suelo, incapaz de hacer nada más que mover los ojos. Pronto una insoportable somnolencia se extendió por cada uno de sus miembros, hasta que finalmente el mundo se desvaneció y sólo quedó la oscuridad.
Cuando la conciencia volvió a él, advirtió que se encontraba prisionero en una pequeña jaula de madera. La primera palabra que vino a su mente fue Éire, pero esta vez no tuvo que buscar demasiado para encontrarla. Frente a él, al otro extremo de la mesa, se encontraba ella. Su frágil cuerpo, con las alas plegadas, parecía flotar despreocupado en medio de aquel líquido verdoso. Eoin buscó sus ojos, pero estos estaban cerrados como si durmiera profundamente.
Ahora el cuarto se encontraba completamente iluminado y Eoin pudo ver el resto de los horrores que el lugar escondía. Además de los innumerables frascos y cadáveres abiertos, había varios cuerpos embalsamados. El más llamativo era un gnomo de montaña que adornaba uno de los estantes. Sintió un vacío en el estómago que lo obligó a desviar la vista.
El anciano volvió a ingresar a la habitación con el mastín siguiéndole los pasos, como una sombra infatigable. Caminaba con cierta premura y sus gestos eran los de alguien que parece luchar contra el tiempo. Ignorando a Eoin, volvió a trabajar en la disección del cuerpo del pequeño duende sobre la mesa. Hurgaba en él como si sus entrañas guardaran alguna respuesta, pero su expresión denotaba una persistente frustración.
Por unos breves segundos sus penetrantes ojos, de un color azul índigo, se fijaron en Eoin. Entonces dijo:
 —Un duende de los bosques susurrantes —su voz sonó extrañamente serena y amable—. De todas las criaturas mágicas, ustedes son los más difíciles de encontrar... y también las más valiosas, pues nunca salen de sus hogares. Me pregunto qué te habrá traído hasta acá...
 Parecía estar hablando consigo mismo. Pero pronto su atención volvió a la mesa de disección y así estuvo durante un buen tiempo. Eoin sólo lo observó silencioso; de vez en cuando, sus ojos se detenían en Éire, totalmente ajena a lo que sucedía a su alrededor.
Súbitamente unas manos violentas azotaron la puerta de la cabaña. El mastín se enderezó y soltó un ladrido áspero que hizo estremecerse a Eoin, pero un gesto del viejo bastó para que se callara. Acto seguido salió de la habitación a responder aquel llamado, tan insólito a esas horas de la noche y en medio de tan violenta tormenta.
Entonces Eoin escuchó la voz de un hombre que decía:
 —¡Gerda ha empeorado, Hengist! Está pálida sobre su lecho y ya no es capaz de abrir los ojos ni de decir ni una sola palabra. Es probable que no sobreviva a esta noche. ¡Tienes que ayudarla! ¡Por el favor de todos los Dioses, haz algo!
 Luego vino un silencio únicamente interrumpido por la respiración agitada del visitante y el murmullo constante de la lluvia y los vientos en el exterior.
 —Vuelve a tu casa, Rodulf —dijo el viejo con benevolencia—. Yo te seguiré tan pronto busque algunas hierbas y medicinas. Ella estará bien, ya lo verás.
 Cuando el hombre se hubo marchado, el anciano volvió al cuarto donde se encontraba Eoin. Ahora parecía un poco más viejo y también más triste. Buscó entre los anaqueles y revisó varios frascos, todos con el cuerpo inerte de un duende en su interior, pero ninguno parecía satisfacerlo. Entonces reparó en el pequeño duende de los Bosques Susurrantes y por un momento sus ojos se iluminaron, como quien por fin da con una respuesta.
Caminó hasta un rincón de la habitación y sacó un polvoriento libro de entre las estanterías, que luego comenzó a hojear con evidente prisa. Sus penetrantes ojos estudiaban el texto con rapidez, sabiendo que el tiempo no era su aliado esa noche. Finalmente, y esto Eoin lo pudo leer en sus gestos, pareció dar con lo que buscaba.
A continuación, comenzó a preparar lo que parecía una muestra de aquel líquido en el que flotaban Éire y el resto de las infortunadas criaturas que el anciano había secuestrado de sus hogares. Cuando Eoin vio un frasco vacío sobre el mesón, supo que era para él y que pronto su cuerpo dormiría el mismo sueño profundo que Éire.
No sintió miedo, sólo algo parecido a la nostalgia. Nostalgia por los ojos de Éire, que ahora se encontraban cerrados para siempre.
El anciano se acercó a la jaula donde se encontraba Eoin y lo observó largamente. En esos instantes la lluvia se descargaba con violencia sobre el frágil techo de la cabaña. Y el viejo dijo una palabra que a los oídos de Eoin sonó antigua, tanto como los cimientos que habían dado forma al mundo. Poco a poco sintió cómo la realidad comenzaba a desvanecerse nuevamente, pero esta vez sabía que no habría retorno. Lo último que vieron sus ojos fue la mirada azul índigo del anciano y, más atrás, la figura de Éire, deformada en medio de aquella acuosidad verdosa.
Y por un breve segundo, antes de que la oscuridad lo abrazara definitivamente, creyó ver un destello esmeralda y los ojos de Éire abiertos de par en par, observándolo a través del cristal.

2 comentarios:

  1. Muy buen cuento. La sorpresa que genera conocer la verdadera identidad de Eoin está muy bien lograda. Creo que no tengo nada negativo que decir.

    Servus!

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