Esa noche, Quon, Ojos de
Águila, siguió el sendero que llevaba a la ciudad de Lijiang,
ubicada al norte de la provincia de Yunnan. Se sentía cansado y
somnoliento, deseoso de encontrar un lugar donde dormir y algo con
que llenar su estómago. Sus afilados ojos castaños urgaban en la
oscuridad que le rodeaba, pues sabía que no había camino seguro
para él. A un costado de su cintura reposaba la espada que había
pertenecido a su padre, y aún antes al maestro de este, Yan-Tao.
Intuía que más pronto de lo que deseaba tendría que perturbar su
silencioso descanso.
A los ojos de los demás
no era más que un simple mendigo, aunque su postura era orgullosa y
su mirada penetrante. Conservaba los rasgos suaves de su madre,
aunque endurecidos por la vida a la intemperie, escondido en los
profundos valles, cobijado bajo el cielo nocturno. No podía recordar
un hogar, pues nunca lo había tenido. Los ancianos, que llegaron sin
ser llamados la noche de su nacimiento, predijeron que jamás
conocería descanso alguno. Sus ojos, aún entonces, miraban el mundo
con resignación, como un espíritu antiguo que se hubiera visto
obligado a reencarnar en aquella aldea perdida entre las montañas.