Para Arthur
Machen
Todas las mañanas, al
despuntar el alba, Ofelia dejaba el calor de su cama y se encaminaba
al pequeño invernadero que tenía en el jardín trasero de su casa.
Ya había entrado en la
tercera edad, pero a pesar de que los años habían trazado surcos en
su piel, aún conservaba un poco de la belleza de su juventud.
Delgada, de rasgos suaves y una sencilla melena gris coronando su
cabeza, su figura evocaba a esas antiguas estrellas del cine de los
años veinte.
Acostumbraba llevar
largos vestidos con estampados florales, y las flores eran, en
efecto, el centro de su vida. No había nada en el mundo que le
produjera mayor placer que el encerrarse jornadas enteras en aquel
blanco invernadero donde cultivaba las más diversas variedades de
rosas, narcisos, crisantemos y otros tantos tipos más, cual más
colorido que el anterior.