Arabelle conoció a
Balthasar Grämlich en una humilde posada situada en los alrededores
de Bremen, en el noroeste de Alemania. Aquella era una noche particularmente
lluviosa. Balthasar buscaba un refugio donde secar sus ropas y
componer su ánimo. Sus vestimentas eran oscuras, como sus ojos y su
cabello, pero su piel era pálida. Era un joven frágil, de mirada
triste y hablar lento y cortés. Arabelle, en cambio, era como el
reflejo del sol. Sus cabellos eran dorados y sus ojos tenían los
colores de una tarde de primavera, y cuando sonreía el mundo entero
parecía iluminarse.
Arabelle era dulce y
gentil y todos querían estar a su alrededor. Pero Arabelle nunca
había amado a nadie. Toda su vida la había pasado en aquella
solitaria posada, levantada junto a un pequeño bosque, donde
caminaba algunas tardes. No conocía una felicidad plena, pero su
existencia era tranquila y con eso parecía bastarle. Más entonces
vio a aquel joven de aspecto enfermizo, tan delgado como una vara, un
tanto torpe al caminar y al hablar, sentado en un rincón de la sala
con los ojos perdidos en un pequeño y viejo libro. Primero fue
simple curiosidad, más pronto la curiosidad se convirtió en algo
diferente.