Una fría mañana de otoño, un
joven violinista apareció entre los sombríos robles del bosque de Turingia, en
Alemania. Vestía un largo abrigo negro. Una boina gris le cubría la cabeza. El
instrumento, de impecable factura, dormitaba en un pequeño maletín.
Con cuidada elegancia, como si se
encontrara frente a un público selecto, el joven comenzó a tocar una triste
melodía, parado, solitario en medio del vasto bosque. Su rostro reflejaba un
hondo pesar. Los ojos estaban cerrados, como si aquella música evocara algún
recuerdo, más aquel recuerdo no era feliz. La frágil silueta del joven, su
pálida faz, los largos dedos, le hacían asemejarse a un triste fantasma. A veces
un suave viento lo envolvía, moviendo levemente, con gentileza, sus negros cabellos.