No era la primera vez que se
reunían a medianoche en el cementerio. Por lo menos una vez al mes solían cobijarse
en el opresivo silencio de las sepulturas, pálidas a la luz de la luna,
silenciosas, guardando los secretos de innumerables existencias que ya no eran
más que un recuerdo adormecido bajo el velo de la muerte.
Eran cinco muchachos, muy jóvenes.
El mayor no tenía más de dieciséis años. Habían hecho de la oscuridad su refugio
y su grito de protesta ante un mundo que no les otorgaba ninguna esperanza. Sus
vestimentas eran negras, al igual que la noche que parecía tragarse cada pedazo
de realidad. Caminaban muy pegados los unos a los otros. Sentir miedo era parte
de su juego.