jueves, 26 de mayo de 2011

Buda: Sobre la Impermanencia


"Sabed que todas las cosas son como esto:
un espejismo, un castillo de nubes,
un sueño, una aparición,
sin esencia, pero con cualidades que pueden verse."

"Sabed que todas las cosas son como esto:
como la luna en un cielo brillante
en algún lago transparente reflejada,
aunque a ese lago la luna nunca se ha desplazado."
"Sabed que todas las cosas son como esto:
como un eco que deriva
de música, sonidos y llanto,
y sin embargo en ese eco no hay melodía."
"Sabed que todas las cosas son como esto:
como un mago que crea ilusiones
de caballos, bueyes, carros y otras cosas,
nada es lo que aparenta ser."

Fuente: El Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte, Sogyal Rimpoche

miércoles, 25 de mayo de 2011

Cuento: El Horla, Guy de Maupassant


Si hay un autor que se tiene ganado un espacio entre los grandes de la literatura, ese es Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893). No por nada lo han puesto a la altura de Edgar Allan Poe y Anton Chejov, dos autores que me parecen magníficos exponentes del arte de narrar historias. 
Ahora, de los muchos cuentos que escribió (sin contar sus novelas), de variados estilos y temáticas, Maupassant es célebre por sus relatos de terror, género en el que es reconocido como todo un maestro. Hoy quiero compartir con ustedes el que muchos consideran lo mejor de su obra, un cuento de horror como pocos tendrán la oportunidad de leer: El Horla.

8 de mayo 
 
¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.
Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.
A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.
¡Qué hermosa mañana!
A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.